miércoles, 22 de agosto de 2012

Onetti


Quería ir, deseaba que ocurriera cualquier cosa —la más brutal, la más anémica y decepcionante—.
 No pensaba en el futuro y se sentía capaz de negarlo. Pero un miedo que nada tenía que ver con el dolor antiguo la obligó a decir no, a defenderse con las manos y la rigidez de los muslos.

Soñó, al amanecer, que caminaba sola en una noche que podía haber sido otra, casi desnuda con su corto camisón, cargando una valija vacía, y arrastraba los pies descalzos por calles arboladas y desiertas, lentamente, con el cuerpo erguido, casi desafiante.


 Los pasos doloridos se iban haciendo lentos hasta la quietud. Entonces, a medias desnuda, rodeada por la sombra, se detenía para absorber ruidosa el aire.

De pronto vio la enorme luna que se alzaba entre el caserío gris, negro y sucio; era más plateada a cada paso y, paso a paso, comprendió que no avanzaba con la valija hacia ningún destino, ninguna cama, ninguna habitación.

La luna ya era monstruosa...

El hombre estaba más flaco cada día y sus ojos grises perdían color, aguándose...
Nunca se le había ocurrido llorar y los años, treinta y dos, le enseñaron, por lo menos, la inutilidad de todo abandono, de toda esperanza de comprensión.

La miraba sin franqueza ni mentira todas las mañanas.
Tal vez no fuera totalmente suya la culpa, tal vez resulte inútil tratar de saber quién la tuvo, quién la sigue teniendo.

A escondidas ella le miraba los ojos. Si puede darse el nombre de mirada a la cautela, al relámpago frío, a su cálculo. Los ojos del hombre, sin delatarse, se hacían más grandes y claros, cada vez, cada mañana. Pero él no trataba de esconderlos; sólo quería desviar, sin grosería, lo que los ojos estaban condenados a preguntar y decir.

                                                                                                        <<Tan triste como ella>>

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