Miró una pared desnuda.
El rostro de la muchacha estaba allí, verdaderamente hermoso por lo que podía recordar; o mejor dicho, sorprendente.
—¿Qué? —preguntó Montag a su otra mitad, aquel imbécil subconsciente que a veces andaba balbuceando, completamente desligado de su voluntad, su costumbre y su conciencia.
Volvió a mirar la pared. El rostro de ella también se parecía mucho a un espejo.
Por lo general, la gente era —Montag buscó un símil, lo encontró en su trabajo— como antorchas, que ardían hasta consumirse.
¡Cuán pocas veces los rostros de las otras personas captaban algo tuyo y te devolvían tu propia expresión, tus pensamientos más íntimos!
Aquella muchacha tenía un increíble poder de identificación; era como el ávido espectador de una función de marionetas, previendo cada parpadeo, cada movimiento de una mano, cada estremecimiento de un dedo, un momento antes de que sucediese.
¿Cuánto rato habían caminado juntos? ¿Tres minutos? ¿Cinco? Sin embargo, ahora le parecía un rato interminable.
¡Qué inmensa figura tenía ella en el escenario que se extendía ante sus ojos! ¡Qué sombra producía en la pared con su esbelto cuerpo! Montag se dio cuenta de que, si le picasen los ojos, ella pestañearía. Y de que si los músculos de sus mandíbulas se tensaran imperceptiblemente, ella bostezaría mucho antes de que lo hiciera él.
(Fahrenheit 451)
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